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El Boxitracio

Pato Bailone

 

Creía en los lápices. Incluso en el blanco, que a él se le gastaba porque lo utilizaba para darle brillo a los demás colores.

Manuel Gacía Ferré, joven dibujante a dos manos y cuatro lápices que nunca se salió de la raya, abandonó la tierra de Almería donde se filmaban todos los western del mundo entero porque para él lo realmente importante en el cine no eran los disparos, ni las armas, ni la pólvora, sino los dibujos animados, a los que no vio con sus propios ojos hasta llegar a la Argentina en 1947.

Muchos de sus amigos ricos, en el colegio almeriense donde terminó el bachillerato, le contaban lo bonitas que se veían las animaciones de Walt Disney en el cine, pero él sólo conocía algunos de esos personajes por las fotos de las revistas y los periódicos.

A los 17, antes siquiera de tener bigote, Manolo se subió a un barco enorme en el mismo puerto del que había partido Colón 450 años antes, y cruzó todo el Atlántico porque en la otra orilla vendían las cajas de colores Faber de 36 y 64.

Él lo sabía por un cantor de tangos que, de visita en su tierra andaluza, le contó los detalles.

Ya en Argentina, comprobó que el cantor de tangos no le había mentido: en cualquier librería de Buenos Aires se podían comprar los Faber en todos sus tonos, en cajas de aluminio de 36 o 64 colores, con el blanco incluido.

Entonces ahorró céntimo a céntimo para llegar a la caja de 36, y una vez que la tuvo consigo, se montó una carpeta de tamaño A2 y la llenó de sueños , papeles, bocetos y dibujos. Entre tantos dibujos, estaba el de un canarito simpático que había creado en el barco, mientras cruzaba el Atlántico, y al que llamó Pi-Pío; y el de un joven estudiante con cabeza de libro, al que llamó Calculín, porque se pasaba toda la tira haciendo cálculos.

Con el carpetón debajo del brazo, Manuel García Ferrer aprovechaba los tiempos libres que le dejaban sus estudios de Arquitectura, para msotrar sus dibujos en las editoriales y revistas de entonces en la Capital Federal.

Su primer trabajo fue dibujando propagandas fijas, porque su particular estilo “almeriense” le daba vida a sus dibujos.

En 1952, Los Vigil no se fijaron en él pero sí en sus dibujos, en especial en uno de sus personajes de historieta: Pi-Pío, y le pidieron una prueba de página entera para la revista creada por Billy Kent: la Billyken.

El Linyerita Pi-pío gustó mucho a los editores pero mucho más a los pibes, que de Villa Plumita, el primer pueblo de la tira, lo mudaron a Villa Leoncia, donde crecieron además, Calculín, Gregorio (Hijitus) y Oaky. 

De Pi-Pío hizo casi 400 tiras, unos 20 posters a todo color y varias publicidades utilizando al personaje. Pero lo que mejor que hizo con este pollito de sombrero gracioso, fue inspirarse para jugar a los dibujos animados.

El primer intento fue con 32 dibujos continuos de Pi-Pío, cortados del mismo tamaño, que al ser pasados con la yema del dedo gordo en el canto del papel, se lo podía ver caminando y haciendo dos pasos. El segundo ya fue con Hijitus, y con el mismo método hacía que traspasara su sombreritus y le creciera una hélice en el centro de la cabeza. Miró los dibujos una y otra vez y la expresión le salió sin pensarla: “Sombrerus, sombreritus, conviérteme en Súper Hijitus”. Después, en la tele, vino el “chucu, chucu, chucu, chucu”.
Dos o tres años después de áquel intento, llegaron los mil inventos. Un equipo de cincuenta dibujantes al mando de García Ferré creaban un minuto diario de animación de una tira de cinco minutos por semana, llena de personajes (buenos y malos) cuyas voces eran recreadas por dos locutores: Pelusa Suero y Néstor D'Alessandro, ambos surgidos -según cuenta la leyenda- del mismo pueblo de Trulalá donde transcurrían Las Aventuras de Súper Hijitus.

Entre tantos personajes de la tira, apareció un día El Boxitracio, una especie de animal prehistórico cuya voz es siempre la misma y es inimitable porque fue creada con efectos especiales. El Boxitracio era el personaje que había llegado de otro mundo, de otro tiempo, con otra formación y con un constante ánimo de lucha. En sus dibujos nunca bajó los brazos, pero se sabía que con su muerte se corría el riesgo de la extinsión de su especie.

Manolo, nunca lo dijo, pero él era El Boxitracio. Siempre con los guantes puestos y la caja de Faber de 36 colores abierta encima del tablero. El sábado a la noche le dijo a Larguirucho que su corazón estaba lleno de agujeritos.

Amiguitus, como sea, tenemos que encontrar el pueblo de Trulalá, porque es el único lugar del Planeta donde aún quedan boxitracios a los que nunca se le caen los brazos ni se le cierran las cajas de los Faber de 36 colores.

Y chucu, chucu, chucu, chucu!

 

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